Cada vez que vuelvo de un viaje recuerdo a Edith Wharton. Y la envidio por algo más que por todas las novelas que dejó escritas. Porque Edith Wharton viajaba mucho, pero ella era rica, y cada vez que regresaba de una excursión la esperaba un ejército de criados para deshacer maletas, lavar la ropa sucia, planchar y ocuparse de otros asuntos de intendencia. Yo no soy Edith Wharton, y por eso llevo veinticuatro horas en zafarrancho de combate. Marcial dice que en vez de volver de viaje parece que volvemos de la guerra.
Al llegar, descubro que el sistema sí ha guardado el borrador que escribí en Perú, así que, si te interesa, lo he subido justo antes que este.
Lo hemos pasado mejor que bien. Lima es una ciudad muy especial, muy desordenada, ruidosa y de tráfico desmadrado, pero a pesar de que no es bonita, algunos sitios si lo son. Y mucho. El convento de San Francisco es un lugar suspendido en el tiempo, con un claustro silencioso con aire de selva y una biblioteca llena de tesoros donde cualquiera a quien interesen los libros querría quedarse encerrado. La catedral guarda sorpresas: desde el sobrio sepulcro de Francisco Pizarro al ruido particular que hacen sus columnas cuando se las golpea: nuestro guía nos explica que, para poner la basílica a salvo de terremotos, se construyeron de madera. La Plaza de Armas es una verdadera belleza, lo mismo que la más discreta Plaza San Martín. Allí se encuentra el Hotel Bolívar que, construído para alojar a Jefes de Estado y turistas de postín, ha ido quedando relegado a un lugar más modesto, pues los prohombres en visita oficial a la capital del Perú prefieren alojarse en los nuevos hoteles de lujo en San Isidro o Miraflores, más cómodos para trasladarse que el caótico centro histórico.
En el Bolívar tomé un café espantoso y un pisco sour excelente - dicen que el mejor de toda la ciudad - y paseé sin guía ni ruido por inmensos salones clausurados que evocan el esplendor de otra época, cuando en el Hotel se celebraban puestas de largo y cenas de gala. Como recuerdo de esa época dorada quedan las columnas de mármo, los techos de diez metros, el parquet aún brillante como si fuese inmune al abandono, las arañas de cristal y un puñado de camareros que parecen venidos de otro siglo para recordar que hubo un tiempo mejor para el hotel y para el centro de Lima.
Si la ciudad me gustó, el verdadero regalo de este viaje fue la gente espléndida que conocí en Lima. Empezando por mis alumnos del taller, que hablaban el español puro y rico que en España se está perdiendo, y utilizan una sintaxis envidiable´que da aún más lustre al dulce acento limeño. Trabajamos durante seis horas, me hacen preguntas inteligentes, toman notas y se despiden de mí con la ceremonia cortés que en otros tiempos se reservaba a los profesores. Eran buenos chicos, algunos con verdadero talento para la escritura. Espero que sigan adelante.
Luego, la gente del Centro Cultural: Ricardo Ramón, su director, que va por los pasillos cargado de un entusiasmo contagioso; el diabólicamente eficaz Carlos Lomparte, que hizo un milagro para conseguirme billetes a Cuzco a un tercio del precio que me pedían en España; la dulce Miriam, que tenía una risa musical y fácil; Yolanda Prada, que me prestó su propio ordenador cuando Marcial se vio en un apuro de trabajo... gente espléndida, trabajadora, buena, inusualmente alegre. El día de mi conferencia en el Centro, Ricardo organizó una cena en un restaurante increíble... en una ciudad de increíbles restaurantes, así que imaginad. La carta de "Rafael" era de una espectacularidad mareante. Nos reunimos allí Ricardo, Marcial, José Ovejero - que participaba también en la Semana de Autor - Marisa y Quique Planas, mi presentador, escritor peruano y uno de los más respetados periodistas culturales de la ciudad. Fue un encuentro divertidísimo, donde sólo las excelencias de la cocina nos distraían un poco de la conversación. Hablamos de muchas cosas y nos reímos muchísimo. Una noche redonda.
La cocina peruana ha sido otro de los grandes hallazgos. Sé que volveré al país para regresar a los ceviches, a los tiraditos de lenguado, a los anticuchos de corazón de res, a pescados que no había probado nunca, a los tequeños, a las causas (patatas rellenas de cangrejo o pollo y aguacate), al rocoto - un pimiento rojo y picante que se sirve relleno y te quema la boca - a la increíble oferta de platos tradicionales fusionados con la gastronomía oriental. En el club nacional me sirvieron las zamburiñas más ricas que he probado en mi vida, y he descubierto las milanesas de pargo y de gambas. Para alguien como yo, que incluso comiendo habla de comida, Lima es la tierra prometida, el paraíso soñado, la boca permanentemente hecha agua.
Para la última noche, Carlos Lomparte me recomendó un restaurante en San Isidro, el José Antonio: cocina peruana pura, sin los toques de fusión de otros locales. Salimos mareados de salteado de lomo y pisco sour. Antes de regesar a casa tomamos una copa en el casino del hotel Marriott, donde centenares de chinos se entregaban a furiosos mano a mano con las tragaperras, o jugaban pequeñas fortunas en la mesa de la ruleta. Marcial y yo perdimos veinte dólares apostando tozudamente a cuatro números elegidos al principio, una técnica que otras veces me ha dado buenos resultados. Pero supongo que no conviene tentar la suerte: quizá ya he tenido bastante con esta soberbia estancia en Lima, de la que he vuelto cargada de buenos recuerdos y de imágenes que se me harán eternas.
Etiquetas: Centro Cultural de España en Lima, José Ovejero, Quique Planas, Ricardo Ramón Jarné