miércoles, 23 de noviembre de 2011

Los libros no son caros (Homenaje a los libreros)

Y otra entrega de posts dedicados a desmontar tópicos. Ya he hablado de que no es verdad que la gente lea y de que no es verdad que los escritores nos llevemos mal.

Hoy, en vísperas del Día de las Librerías, quiero echar por tierra esa falacia de lo carísimos que son los libros.

El otro día, detrás de mí, dos señoras merendaban en una pastelería de la calle Serrano. Una de ellas hablaba de lo disparado que está el precio de los libros, y de que claro, así no hay manera de aficionarse a la lectura.

Lo decía sin despeinarse mientras se tomaba un pedazo minúsculo de tarta por la que en esa pastelería exclusivisima te clavan tres euracos. Como además se estaba tomando un café y una botella de agua mineral, el piscolabis iba a salirle a la mujer por no menos de nueve euros.

Imaginene ustedes el esfuerzo que me costó no decirle a la señora que por el precio de la merienda - rica, por lo demás, en grasas saturadas, calorías y otros ingredientes infernales - podría comprarse un libro de bolsillo de esos de los que, al parecer, le aparta su precio abusivo.

Está mal pagar nueve euros por un libro pero no tres por una ridícula ración de tarta. Así va la cosa como va.

Eso no es todo. Esta mañana discutí con un amigo sobre el mismo tema: el precio de la lectura. Él aseguraba que los libros en España son mucho más caros que en el resto del mundo, y que por eso por ahí adelante la gente lee y aquí no.

(A nuestro alrededor, por cierto, la peña se ponía morada de unas croquetas muy ricas que cuestan 1,50 la pieza)

Yo he comprado libros en casi todos los países que he visitado, y en general por ahí adelante - hablo de Europa y Estados Unidos - los libros cuestan más o menos lo mismo que aquí. Otra cosa es que haya un floreciente mercado de libros de segunda mano que aquí no existe (de la misma forma que el fenómeno de la ropa "vintage" es eso, un fenómeno más bien raro) . Pero una primera edición de un libro editado ahora cuesta poco más o menos lo mismo en España que en Inglaterra. Muy cerca de mí, en mi bilblioteca, tengo un ejemplar de un libro sobre la familia Astor que compré en Londres el año pasado. Es una edición normalita en pasta blanda, de menos de 200 páginas. Pagué 12 libras por él, unos quince euros. Lo mismo que me hubiese costado en España un libro de esas características.

"La vida después", mi última novela, cuesta algo más de veinte euros. No digo que sea un chollo, pero es un volumen bien editado, en pasta dura, con sobrecubierta, y tiene cuatrocientas páginas, lo que implica que hay lectura para siete horas.

Ahora, por favor, decidme qué entretenimiento dura siete horas y cuesta veinte euros. Por no hablar ya de la posibilidad de recurrir al libro de bolsillo, que por menos de 10 euros te da lo mismo que un libro en edición de lujo. Y, por cierto, la diversión puede pasar de mano en mano, como la falsa moneda, sin más condición que la buena voluntad de devolver el préstamo.

Los campos de fútbol están a reventar, y las entradas no son no que se dice baratas. Y mucha gente que se lamenta de que los libros no cuesten menos no se escandaliza cuando ve que un bolso cuesta seiscientos euros.

Los libros pueden resultar caros, pero es imposible abaratarlos. Esos veinte euros que cuesta un libro contiene el trabajo del editor, del autor de la portada, del impresor, del distribuidos y del autor. Y, por supuesto, del librero.

Ah, el librero. Ese tipo que generalmente se ha metido en el negocio por pura vocación. Que las está pasando canutas porque, igual que se venden menos jamones, también se venden menos libros. Ese tipo que es capaz de localizar un ejemplar desde la referencia disparatada de un cliente: "No me sé el autor, y el título es algo de un gato... o puede que sea un perro... pero sale una pareja que se enamora, y él le es infiel... bueno, o a lo mejor la infiel es ella, pero se separan." Pues oye, el librero de verdad encuentra el libro. Y no solo eso: se muere de ganas de que el lector lo disfrute, y cuando vuelve por la tienda le pregunta si le ha gustado.

Por favor, por favor, por favor, no os quejéis nunca ante un librero de lo caros que son los libros. Porque ese libro que os está vendiendo le deja un margen pequeño del que tiene que sacar para pagar su sueldo, y el alquiler, y la luz de la librería, y los correspondientes impuestos.

Mi ya dilatada experiencia me dice que el que no lee libros porque dice que son caros no tiene ni p... idea de lo que cuestan los libros. Y que, en cualquier caso, no leerían un libro así los regalasen con las cajas de galletas.

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domingo, 20 de noviembre de 2011

Las otras ciudades

Con la promoción de "la vida después", llevo de un lado para otro desde principios de octubre.

Viajar tanto puede ser una lata, pero tiene muchísimas ventajas. Por ejemplo, te cargas de puntos la Iberia Plus, hay muchos dias que puedes pasar sin hacerte la cama y desayunar opíparamente sin dar golpe.

A mí me encanta desayunar, pero como soy bastante vaga, solo desayuno en condiciones cuando amanezco en un hotel y me ducho mientras decido si voy a comerme un cruasán o una ensaimada después de los huevos revueltos y el pan con tomate.

No entiendo que haya gente que le ve desventajas a dormir en hoteles. Lo que es yo, me mudaría a uno mañana mismo.

La otra ventaja de los viajes es la ocasión de pasar un tiempo de trabajo en otras ciudades. Hago un repaso y desde principios de Octubre he estado en La Coruña, Vigo, Pontevedra, Bilbao, Valencia, Barcelona, Vitoria, San Sebastián...

También estuve en Roma, pero ese no fue un viaje de trabajo. Fue un viaje de mala suerte, porque lo realicé justo la semana anterior a la caída de Berlusconi y me perdí la fiesta. Mira que había ambiente en Roma cuando Berlusconi dimitió. Había tanta alegría ciudadana y tanto buen rollo en Italia que cualquiera pensaría que Berlusconi les había caído desde el cielo y no a través de una mayoría absoluta en las urnas.

Roma, cuando no se marcha Brlusconi, es una ciudad muy bonita, pero también es un completo coñazo. Te das un paseo a partir de las once de la noche, y si no te pones a llorar es porque la belleza de la ciudad compensa de casi todo. Incluso de que la vida nocturna sea un completo muermo, solo comparable a la de Viena. Encima, las copas son caras y malísimas. Te sirven el refresco de un botellón, y te ofrecen dos marcas de ginebra como mucho. A mí me da igual, porque a pesar de que me gusta el gintónic soy de lo más vulgar, y siempre pido Bombay saphire.

Lo cuento para que lo sepan los expertos de nuevo cuño: en Roma no te van a poner pepino en la ginebra, ni semillas de arándano, ni raspas de naranja. Solo hielo, ginebra vulgaris y tónica sin burbujas porque lleva cuatro días abierta.

Una vez me contaron que los fines de semana hay cientos de romanos que toman un avión con el objeto de venirse a Madrid de juerga. Llegan el sábado por la tarde y se vuelven por la mañana. Después de pasar unos días en Roma, no me extraña nada.

Así que, hasta que vuelva Berlusconi y de nuevo lo obliguen a marcharse, olvidémonos de juerguear por Roma porque nay nulas posibilidades de encontrar marcha en condiciones.

Ayer llegué de Vitoria y de San Sebastián. Un viaje divertido donde los haya. Vitoria es una ciudad preciosa, y me temo que de esas grandes desconocidas. Me habían organizado una presentación en Elkar, una librería fastuosa atendida por libreros de los de verdad.

Según Martín, el comercial de Planeta, toda Vitoria está llena de libreros, que no es lo mismo que los vendedores de libros. Larga vida a todos ellos. Protejamos a esa bendita especie de hombre y mujeres que leen lo que venden, que recomiendan, que sugieren, que adaptan el libro al lector.

Me vinieron a ver unos cuantos lectores - sobre todo, lectoras - y firmé sus ejemplares. Una compañera de La casa del Libro me trajo un ejemplar de la primera edición de "Hotel Almirante". Diez años tiene el libro, ahí es nada. Yo, cuando veo un libro de esos, lo trato como si fuese un incunable.

Mis amigos de Vitoria - Andoni, Marivi, Carlos, Marta, Maritxu - me hicieron de anfitriones de lujo. Me llevaron de vinos, me hicieron probar el mejor pincho de mi vida: una yema de huevo envuelta en patata, todo frito. Increíble. Luego, Andoni organizó una cena ligera: chistorra, anchoas fritas, ensalada, besugo al horno y chuletón. Para rematar, tejas, cañas de crema y pantxineta.

Para morirse de muerte lenta. Y feliz, por supuesto. Al día siguiente nos fuimos a San Sebastián. Allí, pinchazo en cuanto a cantidad de público - eran siete, y cuatro venían conmigo - pero la fidelidad de los asistentes compensó el desastre de la convocatoria. Betriz, una lectora donostiarra, hasta me trajo un queso. Entre eso y
los pinchos sublimes que nos tomamos después, como para no irse tan contenta.

Y la última sorpresa: e el aeropuerto me encontré con un amigo de la juventud, el periodista Jon Sistiaga. Tan entretenidos nos vieron en la conversación, que la azafata nos dijo que nos podíamos sentar juntos. Fue como estar en el colegio, pero al revés: allí, si hablabas con una amiga, te separaban. Pero Jon y yo encontramos asientos contiguos, y estuvimos de charla entre turbulencia y turbulencia. Nos leímos lo de lo papeles de la Balcells en El País, y llegamos a la conclusión de que es mucho mejor no escribir cartas, para que no te las publiquen dentro de cuarenta años y quedes de auténtica pena.

Y hoy, elecciones...

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sábado, 12 de noviembre de 2011

...Y la gente que escribe

Causas operativas me han mantenido apartada del blog. No, no es frase hecha: hubo un problema técnico y no podía escribir.

Esta semana he presentado en Madrid "La vida después" por invitación de la FNAC Castellana. Si queréis ver las fotos, están colgadas en la página de FB de la novela.

Martín Casarieg hizo de maestro de ceremonias, y por allí estuvieron otros escritores: Ramón Pernas, Lola Beccaría, Fernando Marías, Maxim Huerta, Prado Antúnez, David Torres, Ángela Vallvey... Otros que no pudieron estar, como Silvia Grijalba, Pablo Núñez, Nativel Preciado o Espido Freire, me mandaron abrazos virtuales, que pesan tanto como los otros.

Tengo un montón de amigos en el gremio de los chupatintas. Por eso me hace gracia ese tópico de que los autores se llevan fatal entre ellos. Podéis creerme cuando os digo que eso es mentira cochina.

Llevo ya muchos años en esto (trece, exactamente), y tengo muchos más buenos recuerdos que malos de quienes son mis compañeros de armas. Por supuesto que me he encontrado con algún que otro cretino. Pero también los abogados, los médicos, los poceros y los sexadores de pollos tienen colegas a los que calificar de gilipuertas.

Conozco demasiadas muestras de solidaridad entre escritores. Gente que te llama para hacer un bolo bien pagado. Para formar parte de un jurado. Para colaborar en un proyecto interesante. Gente que te llama para tomar una copa a la salud de un libro, o para hacerte una reseña que ayude a la promoción del tuyo.

Cuando estuve haciendo promo en Valencia, Carmen Amoraga arañó un par de horas a su trabajo y a su familia para comer conmigo. Javier Sierra se llevó un ejemplar de "En tiempo de prodigios" para dárselo en mano a su editora americana. Espido y Fernando Marías, cuyas páginas en FB tiene cientos de visitas, colgaron el link de la web de "la vida después". El otro día, la gran María Dueñas, que vive desde hace dos años subida en la cresta de la ola del éxito literario con "El tiempo entre costuras", me mandó un correo cariñoso para felicitarme tras leer "La vida después". Luego, y sin saber que estaba en Nueva York presentando la traducción inglesa de su libro, le pedí una frase para usar en la promoción de la tercera edición de mi novela. Hubiese sido lógico que se negase, devorada como está por la promoción americana. En lugar de eso, en veinticuatro horas me mandó un texto escrito a la sombra de los rascacielos y de la promesa de un nuevo triunfo editorial.

Así de mal nos llevamos los autores.

Dentro de mi trabajo he hecho muchas amistades y un puñado de grandes amigos. Como mi adorado Félix Bayón, a quien va dedicado "La vida después". Félix se me murió hace cinco años, y pocas cosas he sentido más que su pérdida. Le recuerdo todos los días, y todos los días maldigo la suerte que me ha impedido compartir con él las cosas buenas que me han pasado en estos últimos tiempos. Cuando fui finalista del Planeta, la misma noche del Premio pensé en la copa que nos hubiésemos tomado juntos y en los muchos brindis que me he perdido por no poder compartirlos con él.

Para paliar un poco la ausencia de Félix Bayón, la vida me cruzó en el camino a Martín Casariego y a Fernando Marías. Son mis colegas y mis cómplices. Hablamos de muchas cosas, y tambien de literatura. Con Martín, además, comparto vecindario, y eso hace que podamos multiplicar nuestras posibilidades de encontrarnos en esta ciudad de locos. Martín es uno de los tipos más divertidos que conozco. Una vez, en Estados Unidos, estuvimos a punto de matarnos en una autopista de camino a las cataratas del Niágara porque nos dio uno de esos ataques de carcajadas irrefrenables. A Martín, que iba conduciendo, le nublaron la vista las lágrimas de risa, y poco faltó para que nos empotrásemos contra un trailer.

Es la primera vez que digo esto en voz alta, pero si uno tiene que morirse antes de tiempo, no se me ocurre otra forma mejor de hacerlo: en una autopista de Pennsylvania, junto a un gran amigo, a borde de un coche automático y en medio de convulsiones de risa.

Os lo cuento para que sepais a qué ateneros cuando os digan que los escritores se llevan mal.

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