domingo, 28 de marzo de 2010

El tiempo que nos toca

Ayer cambió la hora: a las dos fueron las tres. Ganamos, pues, un precioso tiempo de luz que me eleva el ánimo, igual que el cielo azul o la ausencia de lluvia. Sin embargo, nopuedo evitar pensar donda esta esa hora perdida, la hora que nos han robado, esa hora en la que podrían haber pasado cosas importantes.

Una semana rara y larga, marcada por la espera de una noticia que podría haber sido mala y al final fue buena: una amiga aguardaba los resultados de una biopsia, y los que la queremos los esperábamos con ella sintiendo como el reloj avanzaba despacio en dirección a la cita con el médico. Cuántas cosas da tiempo a pensar cuando se tiene miedo, como luchan de forma encarnizada los malos y los buenos pensamientos.La imaginación es a veces un incordio, pero o se puede prescindir de ella a voluntad, así que unas se me iban y otras se me venían hasta que llegó al final la noticia tranquilizadora. Todo está bien. Todo está en su sitio. En ese momento, el mundo se vuelve luminoso y distinto, y los cinco sentidos se preparan para asimilar felizmente cada brizna de belleza que puede brindar la vida.

Pasé el jueves en Santiago, bajo una lluvia tenaz y un viento helado y severo que obligó a abortar el aterrizaje en Lavacolla. Marcial y yo íbamos enredados en una conversación,y supongo que eso me puso a salvo del miedo. Después de un par de vueltas, tomamos tierra sin problemas y agradecí al destino el que fuese yo, y no mi hermana - que tiene pánico a los problemas aéreos - la que estuviese dentro del avión.

Nos alojamos en el Hostal, que es el hotel más bello del mundo - sólo le hace la competencia el Hotel Monasterio, en el corazón del Cuzco, una increíble misión colonial de jesuítas convertida ahora en prodigioso albergue de viajeros - . Allí voy a dar mi conferencia. Al visitar la antigua capilla y ver la cantidad de sillas que hay dispuestas, me entra el miedo escénico a la perspectiva de una sala vacía. Añoro esas pequeñas salas donde uno puede reunirse con quince lectores, las bibliotecas recoletas, incluso las aulas de los colegios. La capilla, con sus rejas de quinientos años y el retablo de pan de oro, impone y me preocupa. Mis anfitriones, de la Facultad de Medicina, me dicen que no hay razón para preocuparse:se llena siempre. Yo no las tengo todas conmigo. Me asomo a la plaza del Obradoiro, para que la belleza de la catedral y del palacio de Raxoi lo ocupe todo. Llueve en Santiago, como dijo - también - García Lorca, y el agua arranca a la piedra un brillo que sería imposible si el sol brillase.

Como habían predicho el profesor Garabal y el Presidente Albor, la sala se llena. Casi todos son estudiantes de la Facultad de Medicina. Sé que acuden atraídos por el crédito que otorga la asistencia a todo el ciclo de conferencias que estoy cerrando, pero no me gustaría que se aburriesen. No sé si les gusta leer, si saben algo de los libros que menciono, así que no pierdo de vista sus gestos: cualquiera un poco acostumbrado a hablar en público sabe cuando los oyentes están atentos, y cuándo lo que se les cuenta ha dejado de importarles.

Les hablo de Thomas Mann, de Tolstoi, de Chéjov. Les hablo de Camilo José Cela,de Gesualdo Buffalino - su "Perorata del apestado" me ha conmovido extrañamente - de García Márquez. Les leo pasajes de "La peste" y de "Las puertas del Paraíso". Mientras hablo, voy cayendo en la cuenta de que casi todo el público está compuesto por mujeres. Chiquillas de veinte años que superan en número a sus compañeros varones. ¿Quién puede hablar de absurdas cuotas a estas jóvenes que hacen por su cuenta la guerra de la igualdad a base de trabajo y buenas notas?

Después de la conferencia, Marcial y yo nos vamos a cenar con dos amigos. Luego, cuando ellos se retiran, nosotros dos damos un paseo bajo la ciudad envuelta en lluvia. El conserje nos ha dejado un paraguas medio roto que nos protege de un aguacero manso y persistente. Marcial, que ha vivido en la ciudad en su época universitaria, me lleva por calles y rincones. No hay mucha gente: la lluvia disuade a los noctámbulos y, de todas formas, la ciudad ha cambiado y también la población de estudiantes.

Cuando nos paramos en la Plaza de Fonseca, con todos los camelios en flor, suena la campanada solitaria de un reloj que parece rebvotar ne las piedras. Las farolas arrojan una luz amarilla y débil: la luz justa para el lugar, para el silencio, para la lluvia. El suelo está salpicado de camelias marchitas mientras cientos de flores revientan en los arbustos. Nos quedamos allí un buen rato y le digo a Marcial que, posiblemente, en ese momento no haya un lugar tan bonito en ningún rincón del mundo.

Al llegar a Madrid nos reciben al tiempo el sol y las buenas noticias. Llego a casa contenta como nunca, con el recuerdo de Santiago mezclado con la inyección de las buenas nuevas. Abro la ventana del salón y dejo que entre el primer aire tibio del año. Y doy las gracias porque me haya tocado vivir este tiempo.

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viernes, 19 de marzo de 2010

Leer otra vez

Uno de los seguidores - o una seguidora - de este blog me pregunta cuándo voy a pasar por Santiago. Pues precisamente esta semana estoy invitada a dar una conferencia en la Fundación La Rosaleda. Será el jueves, a las ocho de la tarde, en el Hostal de los Reyes Católicos.

Precisamente para preparar esa charla vuelvo a leer una serie de textos que me hicieron feliz en su día. Vuelven a deslumbrarme "La Peste", de Camus, "Madame Bovary", "La muerte en Venecia"... una vez más encuentro que "La montaña mágica", de Mann, es a la vez sublime y mortalmente aburrida. Uno de esos textos que hay que leer, pero que nunca llegó a divertirme. Mientras regreso a las desventuras del joven Castorp, recuerdo con nostalgia las páginas de "Los Buddenbrock", que me maravilló y me divirtió al mismo tiempo. Pero ahora no toca...

Leo otro libro que me seduce: "Tierra desacostumbrada", un volumen de relatos largos de una autora bengalí que acaba de publicar Salamandra. Extraordinaria la calidad de cada uno de los cuentos, la hondura de los personajes, la pureza de la prosa de esta escritora que desconocía. Tampoco conocía un libro excepcional, "El cielo se cae", de la italiana Lorenza Mazzeti, publicado por Periférica. No había escuchado hablar de esta escritora, que pasó parte de su infancia en una villa italiana junto a la familia de su tío, Robert Einstein, primo del científico. Los nazis acabaron con ñel, con su mujer y con sus hijos. Respetaron a Lorenza y a su hermana, porque no eran judías. "El cielo se cae" cuenta la historia vista desde los ojos de una niña.

Una vez más, me pregunto cuántos libros que no leeré jamás tendrían capacidad para emocionarme, para entretenerme, para hacerme feliz. Esta noche, mientras relea "El pabellón número 6", de Chejov, sé que esa idea me rondará la cabeza. Pero Chejov es Chejov, y no se me ocurre otra forma mejor de invertir el tiempo, aunque sea con un texto ya conocido.

La primavera llegará en dos días. Hace calor y ha dejado de llover. De camino a la Biblioteca Nacional paso por el paseo de Recoletos y echo de menos los tulipanes que florecían cada año a finales de marzo. Supongo que el mal gusto del alcalde ha acabado con eso también. Alberto Gallardón es, probablemente, el alcalde con peor gusto de España. Ha conseguido que la Plaza de Santa Bárbara, elegante, pequeña, austera y bonita, se parezca a un área de recreo de una urbanización del extrarradio... o, aún peor, a un cementerio posmoderno. Los bancos son moles de granito heladas y recias, las zonas de césped parecen artificiales, los columpios resultan absurdos. Todo es feo a rabiar. Para colmo, ha salpicado la ciudad de farolas idénticas e igualmente horrendas. Me gustaría saber qué enemigo se las ha vendido, y quien fue el listo que le aseguró que eran preciosas.

El Hotel Kafka celebrará el día del libro con varios actos culturales, entre ellos una cata del vino "Initio", cuya etiqueta lleva las primeras líneas de un relato mío. La Bodega Moradas de San Martín patrocinará el asunto, que servirá para reunir a los amigos para hablar de libros y de vino.

Después de este invierno terrible, qué falta nos hace a todos una primavera en condiciones.

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sábado, 6 de marzo de 2010

¡¡Reedición!!

Hay cosas que uno cree que no ocurren, pero que ocurren a veces. Lo que ya me parece difícil es que me ocurran precisamente a mí. Y esta vez ha sucedido: Planeta va a reeditar, tres años y medio después de su aparición, "En tiempo de prodigios". El motivo, contundente: sólo quedan dos volúmenes en el almacén, razón de peso para que la editorial haya decicido sacar al ruedo una cuarta edición del libro que más alegrías me ha dado. Estará en las librerías en dos o tres semanas, con una faja que recogerá algunas de las opiniones de los lectores sobre el libro.

La reedición de una novela es siempre un acontecimiento feliz, lo mismo que la descatalogación de un volumen produce en los autores una natural amargura. Lo sé porque he vivido ambas cosas. Y, ya que tuve que saborear las hieles de la desaparición de un título, creo que legítimo que ahora celebre por todo lo alto la vuelta a los ruedos de "En tiempo de prodigios", bendecido ya por las ventas y el apoyo de los lectores.

Más cosas: leo, sobrecogida, "Las puertas del paraíso", de Yiyun Li, cuya historia parte de la ejecución de una joven contrarrevolucionaria en la China de 1979. Es inevitable, leyendo a Li, recordar las palabras del impresentable Willy Toledo llamando delincuente a Orlando Zapata. No es la única perla que nos ha lanzado esta semana el actor mediocre, que ha tenido que alimentarse exclusivamente del rencor y de la notoriedad ajena - ¿alguien entendió qué leches pintaba ese señor pegado como una lapa a Aminatu Haidar? - para obtener unas migajas de notoriedad. Ahora ha llegado a las primeras páginas, pero no como actor - eso nunca - sino diciendo babosadas sobre el régimen de Castro. Según Willy, Cuba es la sucursal del paraíso. La Arcadia de las libertades. El sancta sanctorum de los librepensadores. Una gozada. La verdad, no sé a qué espera Toledo para trasladarse allí. Para lo que curra aquí, no merece la pena que esté pagando piso en los madriles. Me lo imagino en La Habana, con su guayabera y sus greñitas pringosas - al loro, Toledo, que los cubanos son muy pulcros - repartiendo sabiduría y buenrollismo, trasegando daiquiris y hablando de poesía.

Willy dice que teme por su carrera a partir de ahora. Hace bien, pero no por lo de Cuba: el hombre había entrado en barrena desde que se hizo con un papelito en "Al otro lado de la cama" y no supo inventarse otro personaje que el de gilijovenzuelo picado por la medusa, medusa del amorrrrrr. Como Toledo tiene poquísimo trabajo y mucho tiempo libre, le recomiendo que mate sus muchas horas tontas leyendo "Las puertas del paraíso", o escuchando lo que cuentan algunos cubanos exiliados, no precisamente en Miami. A los que viven allí es más complicado oírles, bien porque están en la cárcel, bien porque están acojonados.

He estado en Cuba varias veces, y he vivido cosas que ponen los pelos de punta. Recuerdo una noche, en Trinidad. Estábamos alojados en una casa particular. Otros vecinos, al saber que había allí un par de extranjeros, se acercaron para tener un rato de charla. Cuando la conversación llegó a donde todos - ellos y nosotros - queríamos que llegara, el hijo mayor cerró puertas y ventanas, y de vez en cuando salía para asegurarse de que nadie escuchaba desde fuera: "Lo bueno de un pueblo es que, por lo menos, sabemos quienes son los chivatos". Allí pensé que Cuba es, por encima de mucha otras cosas, un lugar donde hay que blindarse fisicamente para hablar de política, aunque sea a un pobre nivel doméstico.

Y hablando de escuchar, esta semana escuché muchas bobadas sobre los toros. A ver, para aclarara las cosas: a mí los toros me gustan de la misma forma que me guta el brécol, la poesía de Dámaso Alonso o la música de Wágner: de un modo más bien desapasionado. Si dejase de cultivarse brécol, si los libros de Dámaso quedasen descatalogados, si Wagner no hubiese nacido o si los toros se prohibiesen, mi vida no sufriría ningún quebranto, como sí lo tendría si lo que se dejasen de cultivar patatas gallegas, si desapareciesen los poemas de Borges o si el nonato fuese Johan Sebastian Bach.

Aclarado esto, y yendo a lo que íbamos, he disfrutado muchas veces con el espectáculo de los toros - igual que ante una buena menestra de verduras - y he encontrado en él una belleza y una complejidad que me sorprendieron y que, desde luego, sé que no estoy en condiciones de captar en toda su extensión. El toreo es un arte, y como tal tien sus arcanos, sus reglas, sus misterios, que están vedados al profano. No vi en los tarinos pasión por el dolor ni por la sangre, sino amor por el espectáculo fastuoso de la lucha entre un hombre y una bestia, por la poesía de las suertes, el baile inicial de los caballos, los saltos ingrávidos de los banderilleros. Cualquiera que vaya a una plaza y que acuda quitándose los lentes negros que llevaba la reina Victoria Eugenia - que venía de un país donde hasta los niños cazaban zorros, pero no podía soportar un pelea con un bicho de quinientos kilos - encontrará en ella un baile fascinante.

Hablan del sufrimiento de un animal. No lo discute, pues es evidente que existe. Pero, ojo, no es pieza clave del disfrute. Los peores pitos en una plaza se los dedican a aquel que se ensaña con el bicho. Pero, si hablamos de sufrimientos, echen un vistazo a cualquier matadero y me podrán decir si no las pasa bastante más canutas un pollo o un cerdo que cualquier toro de lidia. Las langostas se retuercen durante hoas en una pelea final cosnigo mismas antes de agonizar en un caldero de agua hirviendo. Y, abundando en el dato, tampo creo yo que sea muy agradable morir asfixiado por un veneno, y nadie se cuestiona el derecho de todo hijo de vecino a usar insecticida. ¿Por qué va a ser más digno de respeto un toro que un mosquito, que un cerdo, que un bogavante? ¿Porque es más grande? ¿porque es más bello?

De todas formas, esta semana los antitaurinos han cavado su propia tumba con el argumentario utilizado ante el parlamento. Cuando se comparan los toros con la ablación del clítoris o el maltrato a las mujeres, ya está todo dicho. Y es que. por mucho que uno ame al género animal, lo que el común de los mortales no admite es que se les ponga al mismo nivel que a las personas. A mí la caza no me gusta - y es un acto bstante más cobarde que el toreo - pero si me viene un filósofo o un listillo a compararme a los cazadores con los skin heads que salen por la noche a abrirles la cabeza a los inmigrantes, ahí ya me planto.

Ahora, - por el puro placer de tocar las narices - esperanza aguirre ha declarado al toreo bien de interés cultural. El ministro Rubalcaba le ha pedido que no plitice la cuestión. Hombre, don Alfredo, las gilipolleces sobre el equilibrio entre ablación y toros las hemos escuchado en el Parlamento de una comunidad donde, por cierto, mandan los suyos. El asunto ya está politizado hasta las trancas. Deje usted a la señora Aguirre ponerle la puntilla, que eso se le da de miedo.

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