Regalos
Mi abuelo no se metía en política, pero le encantaba su trabajo en "El progreso" y sus labores en el ayuntamiento. Tenía fama de ser amigo de hacer favores a todo el que se lo pidiera. Eran cosas pequeñas, claro, pero contaba con una legión de eternos agradecidos. Mi abuelo lo sabía, y por eso había dejado en su casa una consigna muy clara: "si me traen un regalo, que no lo coja nadie. Y me da igual lo que sea: se va por donde ha venido, y punto".
Mi abuelo era de esos tipos que hablan claro. Así que mi abuela tenía que vérselas a diario en el papelón de rechazar las dádivas de toda una cohorte de beneficiados por las buenas artes de su marido. No era gran cosa lo que le traían: una docena de huevos. Una ristra de chorizos. Un lacón asado. Una pareja de pollos. Siguiendo los dictados del hombre de la casa - con lo que eso suponía hace cincuenta, sesenta años - la pobre mujer despachaba a aquella gente sencilla que traía lo que podía, consciente de que algunos se marchaban pensando que el regalo había sido rechazado por ser demasiado modesto. No era ese el único problema. Porque en casa de mi abuelo se vivía con lo justo: cinco hijos, entre los que había una niña con una grave enfermedad congénita, no daban para grandes alegrías. Así que, también cada día, los hijos del concejal veían con desmayo como les pasaban por delante de las narices embutidos caseros, cajas de bombones o bandejas de pasteles que habrían podido ser suyos sólo con que su padre hubiese tenido un poquito menos de celo.
Mi abuelo repetía a diario la cantinela de "aquí no se aceptan regalos". Supongo que también lo hizo antes de salir de casa aquella mañana en que llamóa su puerta una mujer de edad mediana y aspecto modesto que sujetaba un hermoso jamón. La señora preguntó por el señor Rivera. Mi abuela le dijo que no estaba.
- Es que le traigo un regalo porque me arregló unos papeles muy importantes.
Y mi abuela, muy digna:
- pues mire, yo se lo agradezco mucho en nombre de mi marido, pero no se lo puedo coger...
- Ande, ande, no diga ... si total es poca cosa... un jamón de la matanza...
- Ya, y es un detalle, pero es que mi marido me tiene dicho que no acepta regalos.
Normalmente era bastante con aquella explicación. Los generosos no discutían mucho, a lo mejor porque tampoco estaban acostumbrados a reacciones así. Pero la mujer del jamón parecía estar hecha de otra pasta.
- Mujer, pero por un jamoncito... mire, que no es ni muy grande...
- Ya, señora, pero es que no se trata de eso.
- Si su marido ni se va a enterar...
Supongo que mi abuela debió de sonreírse al pensar en cómo no iba enterarse mi abuelo de que había en casa un jamón serrano, enterito, con hueso y todo. Fue en ese momento cuando apareció en la puerta mi tío Rafel, que entonces tendría cinco o seis años, y que no tardó ni medio segundo en clavar los ojos en el jamón de la discordia. Mi abuela ni siquiera se dio cuenta. Había decidido cambiar de táctica.
- Mire, es que, además, aquí no comemos jamón. No nos gusta, porque nos sienta muy mal.
Mi tío debió decirse que hasta allí habían llegado las tonterías, que no estaba dispuesto adejar escapar un jamón entero, y que había llegado el momento de intervenir.
- No le haga caso, señora, que el jamón nos gusta mucho y nos sienta de maravilla.
La mujer se dio cuenta de pronto de que tenía un pequeño aliado.
- ¡Claro que sí, bonito! ¿Verdad que quieres jamón?
- ¡¡Sí!! ¡¡Me encanta el jamón!!
- ¡Pues hala, tómalo, para ti!!
La escena debióser para filmarla: la mujer empujando el jamón, mi tío intentando engancharlo, mi abuela apartando al niño y empujando el jamón en la dirección contraria... al fin, consiguió cerrar la puerta, dejando fuera al jamón y a la señora, llorando, y dentro a mi tío, llorando también, y a ella misma, supongo que también llorando de rabia, de vergüenza y de puro nerviosismo (de hecho, me contaba que fue la primera vez que dio un azote a su hijo pequeño)
Mi abuelo era un exagerado y un cafre. Mi abuelo era intransigente e injusto, privando a los suyos de pequeños placeres sin importancia. Mi abuelo se pasaba dela rosca siendo inflexible con dádivas humildes, como el jamón de marras, las bandejas de pasteles o las cestas de manzanas que le mandaban sus beneficiados, muchos tan modestos como su propia familia. Pero mi abuelo se fue del ayuntamiento con una mano delante de la otra y sin que nadie le hubiese podido poner nunca la cara colorada. Dio mucho y no aceptó nada a cambio, y eso es lo único que puede ponernos a salvo de la sospecha y la ignominia.
Ahora,mi abuelo esta próximo a los noventa años, y ya no se acuerda de aquella historia. Supongo que no está enterado de la bochornosa movida que tiene encima el presidente Camps por cuatro de trajes a medida, pero imagino lo que diría si se enterase: ¿entendéis ahora porqué no quería yo coger un jamón?