domingo, 29 de enero de 2012

Otro naufragio

Hace solo una semana escribía sobre el naufragio del Costa Concordia y el impresentable capitán Schettino, que puso pies en polvorosa en cuanto en su barco entraron dos dedales de agua. La imagen macarra del capitán, los diálogos cobardicas con su superior en tierra firme y sus excusas de mal pagador quedarán para siempre en el recuerdo para engrosar la historia universal de la vergüenza.

Cuando aún no se han recuperado los cuerpos del Costa Concordia, el mar vuelve a jugar con sus reglas: hace cuatro días, en la ensenada del Orzán - un lugar increíble donde el mar se hace océano y fluyen corrientes misteriosas en un rastro de espuma - un inconsciente decidió darse un baño nocturno, y las olas se lo llevaron para siempre.

Conozco bien la ensenada del Orzán. Cuando era niña, todos los años pasábamos unos días de verano en La Coruña, y esa playa fue escenario de juegos infantiles, de baños en agua gélida, castillos en la arena y cubos llenos de mejillones, y de aventuras emocionantes como aquella vez que arrojamos al mar unos zapatos que creímos abandonados y que resultaron ser de un pobre hombre que estaba pescando con unas botas de goma sin pensar- incauto - que una pandilla de arrapiezos asilvestrados iban a obligarle a volver a casa en katiuskas.

Ya entonces, siendo niños, sabíamos perfectamente que hay que tener miedo a todos los mares, pero especialmente al mar en el orzán, porque en el confluyen distintas corrientes que pueden arrastrar al nadador más avezado. El mar gallego será peligroso, pero al menos no engaña: anuncia su poder con olas de tres metros que vociferan su furia de espuma.

Ese fue el espectáculo que vio ese descerebrado que se metió en el agua, multiplicada su majadería por la contundencia de la noche y de las bajas temperaturas del mes de enero. Entró en el agua y no supo salir.


Como la suerte a veces hace mal las cosas, quiso la casualidad que una patrulla de la policía pasase por allí en ese momento, y que tres hombres buenos escuchasen los gritos de auxilio de los amigos del chaval, que bien podían haber aullado para impedir que se metiese en el agua en una noche de galerna. Quisieron ayudar a aquel majadero, y el mar se los llevó a los tres.

Lo más curioso es que esos tres valientes que se lanzaron a un mar helado y bravo pertenecen a la misma especie que el capitán Schettino. No intenten encontrar explicaciones: no las hay.

Acabo de ver las imágenes del Orzán, donde un campamento improvisado aguarda aún (quizá sin esperanza) por la aparición de tres cuerpos, y pienso que muchas veces el destino tiene ganas de hacer bromas crueles.

Que distinta hubiese sido la historia si esos tres policías nacionales hubiesen estado al mando del Costa Concordia: tras el golpe contra las rocas, hubiesen organizado perfectamente la evacuación de la nave, habrían supervisado el barco hasta asegurarse que no quedaba dentro ningún pasajero ni ningún miembro de la tripulación, y luego hubiesen alcanzado a nado la isla de Giglio, entre las ovaciones de miles de personas que les darían - con toda justicia - el tratamiento de héroes.

En cambio, si el capitán Schettino hubiese estado en el Orzán la noche del jueves y alguien hubiese suplicado su ayuda, se hubiese limitado a rascarse la cabeza ante lo peliagudo de la situación, y a decir a los amigos del ahogado: "Chicos, no merece la pena hacer nada: vuestro amigo está muerto casi seguro". Y luego se hubiese dado media vuelta, con la conciencia tranquila y la sensación de haber hecho lo más sensato. Porque otra cosa no, pero el capitán Schettino debe ser uno de esos tipos con la cabeza bien puesta sobre los hombros.

Los tres policías que intentaron salvar a alguien al que ni siquiera conocían no fueron sensatos: quien entra en un mar como el mar coruñés en una madrugada de enero sabe que tiene muy pocas posibilidades de salir con vida. Pero la sensatez no es un atributo de los héroes. Veo las imágenes de la playa, del mismo mar de todos los veranos de mi infancia, y todo lo que se me ocurre es elevar una plegaria por aquellos cuya alma está limpia y nos recuerdan que el valor, la generosidad y la entrega son el atributo misterioso de algunos hombres que nos recuerdan que no somos iguales.

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sábado, 21 de enero de 2012

Sálvese quien pueda

A mí no me gustan mucho los cruceros. Es verdad que una vez hice uno, pero fue en acto de servicio, es decir, que fui por trabajo. Me enviaron a hacer un reportaje de la botadura del Liberty of the seas, un coloso de diecinueve pisos y una superficie tres veces mayor que un campo de fútbol. El invento salía de Southampton, lo mismo que el Titanic, y aquello daba algo de mal rollo porque el bicho en cuestión era en ese momento el más grande del mundo. Supongo que la cosa habrá cambiado, porque con los cruceros pasa igual que con los alijos de droga: siempre aparece uno que deja pequeño al anterior. El caso es que una horas después de subir a bordo nos dijeron que iban a hacer un simulacro de evacuación, por si acaso alguien había olvidado que el barco podía irse a pique en cualquier momento. Y allí subimos todos, con nuestros chalecos salvavidas. Dos mil almas con el artilugio hinchable, algunos acojonados, la mayoría tomándose a chacota las instrucciones de la tripulación que podían salvarnos la vida si la cosa se ponía fea. Nos explicaron como se entraba en las lanchas, como se bajaban y como funcionaba todo. Por supuesto, no me enteré de nada, y pensé que si el barco se escoñaba yo me limitaría a esperar quietecita, en el agua, a que alguien viniese a buscarme, porque estaba claro que lo de manipular aquellas barcazas era dificilísimo, y con el miedo y los nervios, peor. Mi fotógrafo y yo nos mirábamos, ambos ridículamente ataviados con los chalecos rojos, pensando al mismo tiempo que más valía que no pasase nada en el viaje, porque todo aquello tenía mala pinta.

Luego, a los periodistas nos llevaron a ver al capitán. Era un noruego alto y resultón, rubio y ancho de espaldas como todos los noruegos que se precien, con unos hermosos ojos azules (como no), que nos aseguró que la travesía iba a ser tranquila y nos explicó como funcionaba aquel barco grande como un demonio mientras yo recordaba las palabras proféticas de aquel marino que, cuando partía el Titanic, tranquilizó a una pasajera asustada diciendo “ni el mismo Dios podría hundir este barco”. Ya sabemos cuál fue el resultado del órdago al Altísimo.

Pensé mucho en el “Liberty of the seas” y en el capitán noruego y rubiales cuando se hundió el “Costa Concordia” y el capitán Schetinno dio el do de pecho. Porque las circunstancias del naufragio del Concordia podrían haber sido pergeñadas por los guionistas de todas las entregas de “Aterriza como puedas”. El capitán macarra – mi noruego tenía mucha mejor pinta que el comandante italiano - , la idea de aproximarse a tierra para hacer una gracia, el leñazo contra las rocas, el sindiós de la evacuación y la huida del jefe de pista. Por si fuera poco, el tipo se defendió diciendo que se había caído en una barca, como aquella señora que robó un jamón en Carrefour y dijo que le había salido de premio en un bote de detergente. Y no acabó ahí la cosa, no. Resulta que Schettino se había llevado compañía para el viaje, y cuando se desgraciaron contra las rocas el hombre estaba de cuchipanda y bebercio con una señorita moldava que, a estas alturas, todavía no se sabe si era camarera, bailarina o agente de la propiedad inmobiliaria, pero que había subido al barco sin contrato ni billete.

Luego, no sé por qué razón, la desgracia del Costa Concordia se convirtió también en un compendió de mezquindades humanas: se pisaba a tullidos, se daban codazos para subir a las barcas, se arrebataban chalecos salvavidas... en fin, el horror. A todo esto, cada uno contaba la aventura con toda traquilidad, como presumiendo de haber salido indemne sin preocuparse por no haber ayudado: "pues salí como pude, a codazos y a golpes"... "si no empujo a unos japoneses muy torpes, me quedo allí". Mi preferido es un chaval que relataba como había sido la última persona en ver a una de las víctimas: "Le dije, salta, salta, y como no se atrevía, salté yo y lo dejé allí". Al parecer, el pobre hombre que no quería saltar tenía setenta años, era autista y estaba de vacaciones con su familia. Chúpate esa.

A mí, repito, no me gustan los cruceros. Entre otras cosas, porque la fórmula de diversión comunitaria me horripila: quiero divertirme cuando me dé la gana, y no bajo las arengas de ningún animador. Si a esto le unimos que todo sucede rodeados de agua y con poca escapatoria, y que cuando se toca tierra hay que ir a toda leche, como en las excursiones que contaba Gila, casi prefiero pasar una semana en la cárcel de Bonxe que a bordo de un crucero vacacional: en la cárcel, por lo menos, seguro que te dejan en paz unas cuantas horas al día. Pero lo del Costa Concordia no fue un crucero: fue un viaje húmedo e infernal por el mapa del disparate.

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jueves, 12 de enero de 2012

Prejuicios

Esta mañana tenía una intervención en la tertulia política de Cuatro. Como es habitual, fui a maquillarme y a peinarme (chapa y pintura: muy necesario), y al acabar me encontré con un compañero, Juan Antonio Papell. Nos saludamos y nos íbamos juntos a la sala de invitados a esperar nuestro turno para entrar en plató.

- Espera, voy a recoger mis cosas.

Cogí mi bolso y mi abrigo, y busqué los periódicos que llevaba. Me di cuenta de que alguien había cogido mi ejemplar de "El mundo" y lo había dejado junto al espejo ante el que se desmaquillaba Alessandro Lecquio.
Sin encomendarme ni a Dios ni al diablo, cogí el ejemplar.

- Es mío - comentó entonces con un hilo de voz el tertuliano de Ana Rosa, ex de Ana Obregón y de unas cuantas más.
Miré al hombre de arriba a abajo antes de decirle con una sonrisa condescendiente.
- Es "El Mundo"
- Ya... - me dijo - es mi ejemplar. Mira...
Y me señaló sus iniciales. Justo en ese momento me di cuenta de que mis dos periódicos, "El mundo" y "El País" estaban cuidadosamente doblados dentro de mi bolso "oversize". Me puse colorada y acerté a balbucear una excusa.
- No importa - me dijo el conde Lecquio - los periódicos son todos iguales.

Salí de la sala de maquillaje colorada como un tomate y acompañada de las carcajadas de Papell, que había sido testigo de mi ridículo.
Claro, había dado por supuesto que un italiano guaperas no lee periódicos, y si había alguno a menos de diez metros de donde él estaba, tenía que ser por equivocación.Lo suyo, en el mejor de los casos, era leer el Hola.

Los prejuicios existen, incluso en personas que presumimos de no tenerlos.

Recuerdo que, hace muchos años, una profesora de inglés repitió media docena de veces la pregunta "Can you ride a horse?" ante una niña de una familia humilde, que siempre contestaba "Yes, I do". La profesora de impacientó.
- A ver, María... ¿sabes montar a caballo?
Y aquella niña mal vestida y algo torpe, que no parecía en absoluto la clásica cría miembro de un club de hípica, contestó
- Sí... es que mi abuelo tiene tres caballos.

Esta semana, toda la red se enamoró del artículo "El negro" escrito por Rosa Montero que cuenta como una chica cree que un chico africano se está comiendo su comida, cuando en realidad es ella la que está comiendo la de él. Rosa asegura que la historia es verdadera, pero a mí ya me la habían contado en varias versiones: una chica con un viejito y una caja de galletas, un profesor universitario con un rastafari y una bolsa de patatas... la historia impora poco. Lo que cuenta es la anécdota.

Yo tuve hoy mi ración y mi lección. Quizá dentro de un tiempo, esta historia se convierta en leyenda urbana. Recordad, pues, esta versión que yo os cuento, que es la auténtica y la verdadera.

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miércoles, 4 de enero de 2012

¡¡Piratas!!

Feliz 2012 y todas esas cosas... aunque, con la que está cayendo, casi da miedo expresar buenos deseos para el año nuevo.

Las Navidades y otros excesos me han impedido hacer algo a lo que estoy obligada: pronunciarme en el asunto de la piratería, que después de golpear duramente la industria del cine o de la música ahora acecha procelosamente a los escritores y a su trabajo.

("primero vinieron a por los comunistas... pero como yo no lo era...")

Pues eso. Que ya están aquiiiiiiií...

(Me parece escuchar la voz de Robert Mitchum en "La noche del cazador": "Niiiiiños... Niiiiiiños.)

Pero no es Mitchum, ni la niña repelente de los poltergeist. Son los piratas, que avanzan también hacia nosotros.

Lo primero que llama la atención es que el tema de la piratería, igual que el de la decoración o el fútbol, es lo suficientemente goloso como para que todo el mundo quiera opinar sobre él. Incluso aquellos que no tienen ni p... idea de lo que estams hablando.

Incluso aquellos que, al hablar de la ley sinde, te empiezan a hablar del canon digital, cuando nada tiene que ver una cosa con la otra.

Yo estoy en contra del canon digital, que es una soplapollez y nos convierte a todos en presuntos. Es como si yo entro en una ferretería a comprar un cuchillo y me lo quieren cobrar más caro porque puedo usarlo para cargarme a alguien.

La Ley Sinde, que está mal formulada, peor gestionada o pésimamente explicada, solo preendía poner una primera piedra a la hora de proteger los derechos del creador, puesto que vivimos en el único país civilizado donde hemos seguido viviendo en el salvaje oeste, donde todo vale y vale todo.

Yo no creo en la gratuidad de la cultura. Punto. Todo aquello que tiene un valor ha de tener también un precio. Un escritor no puede escribir gratis, ni un músico componer gratis, ni un pintor pintar gratis, sobre todo si tienen la pésima costumbre de comer tres veces al día.

La cuestión es que, si nos negamos a retribuir su trabajo pero pretendemos seguir disfrutando de él, tendrá que ser la administración quien se ocupe de ello, igual que paga el trabajo de los médicos de la seguridasd social o de los profesores de la Universidad.

Y yo no quiero que mi trabajo lo remunere el ministerio de cultura. Por eso tengo la humilde intención de vivir de los derechos de autor que generan mis libros y que sufragan aquellos que se divierten leyendo lo que yo escribo. Es justo ¿no? ¿Por qué va a contribuir a mi mantenimiento un señor o una señora a los que no les gusta lo que yo hago?

Pues eso es lo que pasará si convertimos los productos culturales en bienes gratuitos: que los acabrá pagando el Estado, y los creadores estarán a sueldo del gobierno de turno, con todo lo que eso significa.

A la hora de piratear, muchos esgrimen el precio de los cd´s o los libros para hacer más legítimo el descargar por la patilla la música o los textos que les interesen.

Ya he hablado otra vez sobre el precio de los libros, así que no voy a volver sobre ello. Pero a quienes pretenden justificar así el uso gratuito del trabajo ajeno, les recuerdo que cuando una cosa me parece cara, lo que hago es no comprarla, pero tampoco la robo. Las angulas son caras que te mueres, pero hoy las había en el mercado a 700 euros el kilo y no se me ocurrió salir corriendo con la caja porque estaban por las nubes.

(Dejen que aclare que me encantan las angulas)

Es cierto que el sector editorial español ha estado demasiado tiempo adoptando la estrategia del caracol a la hora de abordar el problema de la literatura digital. Que los precios de las descargas legales son disparatados - no es normal que el ebook de "La vida después" cueste 15 euros, solo cinco menos que el libro en papel - y que tenemos que ponernos todos las pilas cuanto antes. Pero eso no justifica que tanta gente se coloque la bandera de la calavera y las tibias cruzadas e invoque el derecho al robo.

Porque eso es lo que es piratear contenidos.

Robar. Y no al más fuerte, sino al más débil. No a la editorial, sino al autor, que es paradójicamente, la parte más frágil del complicado entramado de la industria.

Dicho esto, creo también que la gente es esencialmente honrada, y que no podemos dejar recaer la culpa del descenso de ventas en los libros en los piratas digitales. La mayor parte de la gente que piratea libros no es compradora de libros.

De hecho, creo que a veces ni siquiera son lectores, pero esa es otra historia.

Marcharse sin pagar el café es más sencillo que bajarse un libro por la jeta, y sin embargo casi nadie se hace un simpa del cortado con dos azucarillos.

Por eso hay que revisar el sistema para permitir a la gente honesta seguir siéndolo. Hay que revisar los precios del ebook. Hay que flexibilizar el sistema para descargar legalmente contenidos editoriales. Hay que multiplicar la oferta y racionalizarla.

Y hay que luchar sin cuartel contra todos aquellos que se están lucrando al comercializar páginas de descargas y que ingresan cantidades desorbitadas gracias a la publicidad que en ella insertan empresas perfectamente legales.

Y, ya que estamos en ello, habría que empezar por respetar las opiniones sobre este asunto y no lanzarse a la yugular de cada creador que denuncia los usos y los abusos.

Que existen, aunque muchos prefieran meter la cabeza en la tierra para creerse así más modernos, más guays y más progres.

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lunes, 19 de diciembre de 2011

Llamadle Vatslav

En checo, Vaclav se pronuncia Vatslav. La endiablada fonética checa hace que pronunciemos mal buena parte de los nombres, y entre ellos el de Vaclav Havel, que acaba de dejarnos y al que recordaremos siempre como uno de los personajes referenciales del siglo XX. Por suerte, no ha tenido que morirse para que reconozcamos su legado político y ético. Havel fue protagonista de una de las más difíciles transiciones de la historia moderna: la bellamente llamada "revolución de terciopelo", que comandó y sostuvo y que libró a Checoslovaquia del yugo comunista sin violencia alguna. Fue la caída de esa pieza esencial en el dominó de Europa lo que impulsó definitivamente el fin de la guerra fría y la llegada de la verdadera democracia a los países del telón de acero. Nada hubiese sido igual sin Havel al frente de ese complicado cambio, no solo político y económico, sino también moral. Lo hizo con altura de miras y sin revanchismos, buscando la resurrección de un país moribundo y una población agotada.

Vaclav Havel no era solo un político: era también un pensador, un gran dramaturgo y un escritor notable. Si alguien quiere acercarse a él le recomiendo sus "Cartas a Olga", la colección de misivas que dirigió a su esposa desde la cárcel aprovechando el miserable permiso que le daban las autoridades penitenciarias de escribir una carta semanal. Cinco años estuvo en prisión acusado de actividades contra el régimen comunista. Salió de allí sin rencores, quizá porque era la única forma de ser verdaderamente libre.

Cuando viajé a Praga en 1991, el país empezaba a sacudirse timidamente la modorra de los años de opresión. Los establecimientos de lujo dudaban a la hora de admitir clientes, porque todavía no se habían dado cuenta de que ya no eran propiedad del estado y cuanta más gente, más ingresos, y en los escaparates de las mejores tiendas de alimentación se exhibían como ejemplares exóticos torres de latas de coca cola. En Praga vi por primera vez a personas mirando los establecimientos de comida con la misma expresión con la que yo miro las joyerías, y comí por una cantidad ridícula en un comedor fastuoso bajo las arañas de cristal y servida por camareros de frac mientras intentaba averiguar para qué servían todos aquellos cubiertos.

En Praga vi soldados de aspecto feroz que patrullaban las calles con una extraña expresión en los ojos: solo ahora entiendo que estaban profundamente desorientados. Todo el país lo estaba: nadie sabía muy bien qué iba a ocurrir en el futuro, aunque se notaba que unos y otros tenían ganas de creer que había llegado una etapa nueva y que esta vez las cosas iban a ir mejor.

Recuerdo que nuestra guía - una muchacha descarada y alegre que robó un paraguas delante de mis narices - me señaló una casa al lado del río. Era una casa bonita y pequeña, algo destartalada, y no muy bien tratada por el paso del tiempo. Una de esas casas que auguran cañerías obstruídas y corrientes de aire, y están pidiendo a gritos una mano de pintura y unos cuantos cristales nuevos. "Es la casa de nuestro presidente", dijo, y la inflexión de su voz y el respeto con el que miraba aquella casa - convertida de pronto en una especie de santuario - me hizo pensar que los checos esperaban cosas grandes de aquel hombre.

Nevaba en Praga en aquellos días lejanos de 1991, y recuerdo que mi hermana y yo cruzamos el puente de Carlos sin más compañía que los copos de nieve, el ruido de nuestros pasos y las notas de "Stormy Weather" interpretada por un trompetista que no sé qué demonios estaba haciendo en aquel puente desierto. La ciudad, el país, estaban deseando despertarse a la nueva oportunidad que el destino, de la mano de Vaclav Havel, le les estaba poniendo delante de los ojos. Necesitaban un milagro para renacer de las cenizas de tantos años de opresión. Y Havel hizo ese milagro que no tocó solo a los checos, sino también a la nueva idea de la vieja Europa donde caían para siempre los muros que la habían dividido durante tanto tiempo.

Por eso hoy, que Vaclav Havel ya no está, creo que lo menos que podemos hacer es pronunciar bien su nombre. Así que, por favor, llamadle Vatslav

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miércoles, 7 de diciembre de 2011

Londres, Dickens y una librería en Picadilly

Acabo de volver de Londres, lo cual no es nada particularmente original: en este puente, Londres se llena de españoles. Bueno, de españoles y de gente de todos los sitios. El sábado por la tarde, la zona de compras era como la Plaza de Chueca el día del pregón del Orgullo Gay, pero sin escenario ni megafonía.

Por lo demás, Londres es Londres. Y no hay nada más que decir.

He estado en la ciudad muchas veces. Primero, un mes entero tras acabar la carrera para pelearme a muerte con el idioma. Luego volví con mi hermana. Luego, cuando vivía en Oxfor, iba a Londres cada dos por tres. Después regresé con mi madre... En los últimos cinco años, he estado otras tantas veces en la ciudad.

En fin, que tengo la ventaja de que como ya he visto el big ben, la Torre de Londres y la Abadía de Westminster, cuando voy por allí puedo obviar las visitas turísticas. Aunque, por supuesto, tantas experiencia no me libra de la gilipollez de meterme por Oxford Street un sábado de compras navideñas.

En este viaje conocí un lugar excepcional: Borough Market. Un increíble mercado de alimentación donde puede comprarse casi cualquier cosa comestible. Han aprovechado para hacerlo los bajos diáfanos de un puente, recuperando así un área desaprovechada e inservible. En Boroug Market comí un guiso de vieiras y unos pasteles portugueses que me devolvieron la añoranza de Lisboa, compré un bote de curry auténtico y me enfadé con la falta de cintura de nuestros empresarios de alimentación. Explico porqué:

En un lugar privilegiado de Borough Market hay una tienda llamada Brindisa (www.brindisa.com), que ofrecía productos españoles. Era un lugar precioso, muy bien decorado, donde se vendían (a precio de oro, of course) jamones de jabugo, conservas de calidad, turrón, aceite de oliva (14 libras el litro)... Hablé con uno de los empleados, que me contó que la firma (¡¡inglesa!!) llevaba quince años introduciendo en Gran Bretaña exquisiteces de aquí. Que tienen varias tiendas. Y que ahora se están forrando con la tienda online, desde donde venden comida española a casi cualquier lugar del mundo.

Tócate las narices: resulta que los ingleses, que tienen el paladar atrofiado por el pudding de Yorkshire, el roast beef helado y los quesos apestosos, se han dado cuenta rápidamente de lo buena que es nuestra pitanza, y la venden al triple de su precio.

Vamos, lo mismo que hubiese podido hacer un español. Pero lo han hecho los ingleses.

Por cierto, en mi estudio de mercado dediqué un rato especial a investigar la materia gallega. Sólo tenían pimientos de padrón, queso de tetilla... y tarta de Santiago marca Brindisa. Se me saltaban las lágrimas. ¿Dónde está el marrón glacé de Cuevas? ¿Las conservas Cuca? ¿Las patatas con denominación de origen? ¿Los chocolates de Suguimar?

Pues están esperando a que algún listo se dé cuenta de lo buenas que son y se convierta en intermediario para vendérselas a Brindisa.

Bueno, ahí queda eso. Que no me diga nadie que no lo he avisado.

Otro descubrimiento de este viaje han sido los martinis de frambuesa de Yauatcha, un restaurante del SOHO. Me lo ofrecieron y lo acepté por educación, y casi acaparo al barman toda la noche para que los presparase para mí en exclusiva. Si mañana llegase el fin del mundo, querría que me encontrase bebiendo martinis de frambuesa, uno detrás de otro, hasta el advenimiento del Armaggedon.

También descubrí el bar de un hotel, el Sanderman. Si quieres entrar, tienes que hacer una reserva. Alucina. Una reserva para entrar en un bar. Suerte que me habían avisado. Luego merece la pena, porque es de esos sitios en los que eres la más pobre y la más fea, y sientes que todo el mundo te está mirando preguntándose por qué han dejado entrar a esa bajita de cuarenta años, cuyo fondo de armario no vale tanto como el bolso de la rubia de metro ochenta que te han sentado al lado. Por lo demás, el sitio es precioso y divertido y si tienes la autoestima en tu sitio puedes ir, porque es una buena experiencia.

También vimos una exposición excepcional en la Royal Academy, en Picadilly: "Degas y el ballet: pintura en movimiento". Además de sus cuadros de bailarinas, había estudios de los cuatros y fotografías mravillosas, casi todas hechas por el propio Degas. Un sueño.

Enfrente de la Royal Academy está uno de mis lugares favoritos en Londres: la librería Hatchards. Lleva abierta más de doscientos años (desde 1784, ahí es nada) y entrar en ella es como zambullirse en un mundo mejor. Me pasé un buen rato hojeando los productos del envidiable sistema editorial anglosajón, sobre todo las biografías. Había volúmenes recien editados con las cartas de Jane Austen, la correspondencia completa de Diane Athill, de Disraeli... Me llevé un par de cosas. La que más me alegró el día: una biografía de Dickens que se publica en vísperas de su 200 aniversario, con grabados y fotos, de la que es autora Claire Tomlin.

Dickens es uno de mis auotres preferidos. Leí muchas de sus novelas siendo muy joven, y pienso aprovechar la avalancha de este año conmemorativo para releer alguna más. David Copperfield, Mr. Pickwick, Nicholas Nickleby, Ebenezer Scrooge, forman parte de mis recuerdos infantiles. Y, desde luego, las obras de Dickens son responsables de la reinvención del concepto de Navidad en Inglaterra - y, por ende, en todo el mundo de habla inglesa, y en el resto del planeta tierra - en un momento en que la depresión económica y la tristeza no dejaban a la gente el cuerpo de jota para celebrar nada.

Pero claro, ahí estaba Dickens para escribir "A Christmas Carol" (en realidad, "Un villancico", aunque aquí, acertadamente, lo rebautizaron como "Cuento de Navidad"), y recordar al mundo que las pascuas eran el mejor momento para resucitar la solidaridad, la alegría y los buenos sentimientos.

Nos espera un empacho de Dickens este año, ya lo veréis. Y me froto las manos. Porque, para mí, es como esperar una sobredosis de jamón de jabugo, patatas de coristanco y martinis de frambuesa.

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miércoles, 23 de noviembre de 2011

Los libros no son caros (Homenaje a los libreros)

Y otra entrega de posts dedicados a desmontar tópicos. Ya he hablado de que no es verdad que la gente lea y de que no es verdad que los escritores nos llevemos mal.

Hoy, en vísperas del Día de las Librerías, quiero echar por tierra esa falacia de lo carísimos que son los libros.

El otro día, detrás de mí, dos señoras merendaban en una pastelería de la calle Serrano. Una de ellas hablaba de lo disparado que está el precio de los libros, y de que claro, así no hay manera de aficionarse a la lectura.

Lo decía sin despeinarse mientras se tomaba un pedazo minúsculo de tarta por la que en esa pastelería exclusivisima te clavan tres euracos. Como además se estaba tomando un café y una botella de agua mineral, el piscolabis iba a salirle a la mujer por no menos de nueve euros.

Imaginene ustedes el esfuerzo que me costó no decirle a la señora que por el precio de la merienda - rica, por lo demás, en grasas saturadas, calorías y otros ingredientes infernales - podría comprarse un libro de bolsillo de esos de los que, al parecer, le aparta su precio abusivo.

Está mal pagar nueve euros por un libro pero no tres por una ridícula ración de tarta. Así va la cosa como va.

Eso no es todo. Esta mañana discutí con un amigo sobre el mismo tema: el precio de la lectura. Él aseguraba que los libros en España son mucho más caros que en el resto del mundo, y que por eso por ahí adelante la gente lee y aquí no.

(A nuestro alrededor, por cierto, la peña se ponía morada de unas croquetas muy ricas que cuestan 1,50 la pieza)

Yo he comprado libros en casi todos los países que he visitado, y en general por ahí adelante - hablo de Europa y Estados Unidos - los libros cuestan más o menos lo mismo que aquí. Otra cosa es que haya un floreciente mercado de libros de segunda mano que aquí no existe (de la misma forma que el fenómeno de la ropa "vintage" es eso, un fenómeno más bien raro) . Pero una primera edición de un libro editado ahora cuesta poco más o menos lo mismo en España que en Inglaterra. Muy cerca de mí, en mi bilblioteca, tengo un ejemplar de un libro sobre la familia Astor que compré en Londres el año pasado. Es una edición normalita en pasta blanda, de menos de 200 páginas. Pagué 12 libras por él, unos quince euros. Lo mismo que me hubiese costado en España un libro de esas características.

"La vida después", mi última novela, cuesta algo más de veinte euros. No digo que sea un chollo, pero es un volumen bien editado, en pasta dura, con sobrecubierta, y tiene cuatrocientas páginas, lo que implica que hay lectura para siete horas.

Ahora, por favor, decidme qué entretenimiento dura siete horas y cuesta veinte euros. Por no hablar ya de la posibilidad de recurrir al libro de bolsillo, que por menos de 10 euros te da lo mismo que un libro en edición de lujo. Y, por cierto, la diversión puede pasar de mano en mano, como la falsa moneda, sin más condición que la buena voluntad de devolver el préstamo.

Los campos de fútbol están a reventar, y las entradas no son no que se dice baratas. Y mucha gente que se lamenta de que los libros no cuesten menos no se escandaliza cuando ve que un bolso cuesta seiscientos euros.

Los libros pueden resultar caros, pero es imposible abaratarlos. Esos veinte euros que cuesta un libro contiene el trabajo del editor, del autor de la portada, del impresor, del distribuidos y del autor. Y, por supuesto, del librero.

Ah, el librero. Ese tipo que generalmente se ha metido en el negocio por pura vocación. Que las está pasando canutas porque, igual que se venden menos jamones, también se venden menos libros. Ese tipo que es capaz de localizar un ejemplar desde la referencia disparatada de un cliente: "No me sé el autor, y el título es algo de un gato... o puede que sea un perro... pero sale una pareja que se enamora, y él le es infiel... bueno, o a lo mejor la infiel es ella, pero se separan." Pues oye, el librero de verdad encuentra el libro. Y no solo eso: se muere de ganas de que el lector lo disfrute, y cuando vuelve por la tienda le pregunta si le ha gustado.

Por favor, por favor, por favor, no os quejéis nunca ante un librero de lo caros que son los libros. Porque ese libro que os está vendiendo le deja un margen pequeño del que tiene que sacar para pagar su sueldo, y el alquiler, y la luz de la librería, y los correspondientes impuestos.

Mi ya dilatada experiencia me dice que el que no lee libros porque dice que son caros no tiene ni p... idea de lo que cuestan los libros. Y que, en cualquier caso, no leerían un libro así los regalasen con las cajas de galletas.

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