Otro naufragio
Cuando aún no se han recuperado los cuerpos del Costa Concordia, el mar vuelve a jugar con sus reglas: hace cuatro días, en la ensenada del Orzán - un lugar increíble donde el mar se hace océano y fluyen corrientes misteriosas en un rastro de espuma - un inconsciente decidió darse un baño nocturno, y las olas se lo llevaron para siempre.
Conozco bien la ensenada del Orzán. Cuando era niña, todos los años pasábamos unos días de verano en La Coruña, y esa playa fue escenario de juegos infantiles, de baños en agua gélida, castillos en la arena y cubos llenos de mejillones, y de aventuras emocionantes como aquella vez que arrojamos al mar unos zapatos que creímos abandonados y que resultaron ser de un pobre hombre que estaba pescando con unas botas de goma sin pensar- incauto - que una pandilla de arrapiezos asilvestrados iban a obligarle a volver a casa en katiuskas.
Ya entonces, siendo niños, sabíamos perfectamente que hay que tener miedo a todos los mares, pero especialmente al mar en el orzán, porque en el confluyen distintas corrientes que pueden arrastrar al nadador más avezado. El mar gallego será peligroso, pero al menos no engaña: anuncia su poder con olas de tres metros que vociferan su furia de espuma.
Ese fue el espectáculo que vio ese descerebrado que se metió en el agua, multiplicada su majadería por la contundencia de la noche y de las bajas temperaturas del mes de enero. Entró en el agua y no supo salir.
Como la suerte a veces hace mal las cosas, quiso la casualidad que una patrulla de la policía pasase por allí en ese momento, y que tres hombres buenos escuchasen los gritos de auxilio de los amigos del chaval, que bien podían haber aullado para impedir que se metiese en el agua en una noche de galerna. Quisieron ayudar a aquel majadero, y el mar se los llevó a los tres.
Lo más curioso es que esos tres valientes que se lanzaron a un mar helado y bravo pertenecen a la misma especie que el capitán Schettino. No intenten encontrar explicaciones: no las hay.
Acabo de ver las imágenes del Orzán, donde un campamento improvisado aguarda aún (quizá sin esperanza) por la aparición de tres cuerpos, y pienso que muchas veces el destino tiene ganas de hacer bromas crueles.
Que distinta hubiese sido la historia si esos tres policías nacionales hubiesen estado al mando del Costa Concordia: tras el golpe contra las rocas, hubiesen organizado perfectamente la evacuación de la nave, habrían supervisado el barco hasta asegurarse que no quedaba dentro ningún pasajero ni ningún miembro de la tripulación, y luego hubiesen alcanzado a nado la isla de Giglio, entre las ovaciones de miles de personas que les darían - con toda justicia - el tratamiento de héroes.
En cambio, si el capitán Schettino hubiese estado en el Orzán la noche del jueves y alguien hubiese suplicado su ayuda, se hubiese limitado a rascarse la cabeza ante lo peliagudo de la situación, y a decir a los amigos del ahogado: "Chicos, no merece la pena hacer nada: vuestro amigo está muerto casi seguro". Y luego se hubiese dado media vuelta, con la conciencia tranquila y la sensación de haber hecho lo más sensato. Porque otra cosa no, pero el capitán Schettino debe ser uno de esos tipos con la cabeza bien puesta sobre los hombros.
Los tres policías que intentaron salvar a alguien al que ni siquiera conocían no fueron sensatos: quien entra en un mar como el mar coruñés en una madrugada de enero sabe que tiene muy pocas posibilidades de salir con vida. Pero la sensatez no es un atributo de los héroes. Veo las imágenes de la playa, del mismo mar de todos los veranos de mi infancia, y todo lo que se me ocurre es elevar una plegaria por aquellos cuya alma está limpia y nos recuerdan que el valor, la generosidad y la entrega son el atributo misterioso de algunos hombres que nos recuerdan que no somos iguales.