sábado, 29 de agosto de 2009

Largo verano

Eso ha sido para mí: un verano largo, casi como los de antes, en el que he interrumpido incluso mi cita con esta bitácora. De vez en cuando, viene bien tomar distancia.
Pasé parte del verano en Galicia, con mi familia. De allí me traje unos cuantos momentos para añadir al catálogo de los buenos recuerdos, veinte páginas de mi nueva novelay una gran historia para un reportaje que publicaré en los próximos meses.
El 17 de agosto me fui con Marcial a la Costa Dálmata. Volamos a Dubrovnik y desde allí fuimos en coche a Split, haciendo un alto en el camino en un pueblo diminuto, Mali Ston, donde descubrí el mejor restaurante del mundo: el Villa Koruna. Su sopa de ostras merece el viaje hasta allí.Por si la comida no fuera suficiente, también está la península de Plejsac, con sus viñedos, y las salinas más antiguas de Europa.

A Split llegamos al día siguiente. Es una ciudad fabulosa, algo caótica y decididamente saturada de turistas que acuden al reclamo de las ruinas del palacio de Diocleciano. Comer una porción de pizza entre capiteles del siglo II es una posibilidad demasiado atractiva como para no soslayar los inconvenientes de la masificación. A sólo 30 kilómetros está la villa de Trogir, un milagro en piedra, un prodigio de palacios y de iglesias que atrae a viajeros de todo el país.

De allí, a Hvar, la sucursal del paraíso., donde el mar es incluso más cristalino que en Dubrovnik y los árboles - pinos, cipreses - crecen hasta el borde del agua. El aire huele a lavanda, pues la isla es la patria de esta flor, y el casco antiguo está dominado por una legión de hombres y mujeres tan guapos que uno se pregunta si en este país encierran a los ciudadanos poco agraciados. Una tarde desafiamos una carretera infernal para visitar Stari Grad, imponente en su belleza, con sus iglesias barrocas y sus casas blasonadas,y cada noche buscamos una terraza distinta para tomar unacopa y dejar pasar los minutos preciosos de las vacaciones. Nadamos en un mar templado y limpísimo, comimos peces que estaban vivos cinco minutos antes de que los cocinaran para nosotros, nos cegó la luz blanca de un sol sin clemencia - el mismo que me doró la piel y me espabiló unas pecas que di por muertas hace años - y presenciamos atardeceres tempranos y perfectos.

En el viaje me acompañaron dos libros: una novela preciosa, "Un arbol crece en Brooklyn", de la injustamente olvidada Betty Smith, y "El mundo después del cumpleaños", de Lionel Schriver. Tras leer "Tenemos que hablar de Kevin" pensé que esta americana había tocado techo en su talento narrativo, pero me equivoqué. Los tres últimos días me quedé sin lectura tras descubrir, horrorizada, que me había dejado fuera de la maleta el volumen que compila todos los cuentos de Eudora Welty. Como comprar un libro en español en croacia es misión imposible, me dediqué a releer "Arthur y George", de Martin Amis, del que Marcial había dado buena cuenta durante las vacaciones. Si no tener nada que leer es un drama en un lugar como Hvar... ¿qué será en peores sitios? Me propongo no volver a experimentar la sensación ingrata de no tener un libro que llevarme a la boca, y por primera vez pienso en el libro electrónico como solución a los olvidos.

Hemos vuelto hoy. Mi maleta permanece aún sin abrir, la nevera está vacía, y me consuela de este desorden el que aún faltan dos días para acabar agosto.

Dos días para que empiece el nuevo año.

Y ya estoy de vuelta.

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